domingo, 13 de febrero de 2011

Editorial Revista Sic 731. Enero-febrero 2011

El proyecto de la ley orgánica de las comunas es la plasmación más radical del socialismo del siglo XXI. En sustancia es la reposición de lo sometido a referéndum en 2008, que fue rechazado por votación secreta y universal. Es tal su anacronismo que nos es difícil situarnos ante él como una propuesta firme y seria de unos compatriotas nuestros.

Cuatro elementos nos parecen especialmente reveladores de ese tono de irrealidad: el primero es la base territorial, que va unida al pregonado carácter endógeno; el segundo es la pretensión de democracia directa; el tercero, el carácter plebiscitario, con la ausencia de votación secreta y universal, menos para la elección de los jueces comunales; el cuarto, el contenido socialista, entendido como la prevalencia de lo social sobre lo individual, contraviniendo no sólo lo que enseña la historia y la antropología sino nuestra propia idiosincrasia.

Localismo

La comuna es el segundo estadio en el diseño organizativo, después del consejo comunal y antes de la ciudad comunal y la federación comunal. La pretensión es constituir un Estado socialista como agregación articulada de territorios.

No entendemos cómo puede ser posible esta propuesta en una época de mundialización, posibilitada por la presencia virtual de todos, que entraña entablar proyectos mancomunados a nivel mundial. Cuando todo el mundo está ligado, puede pensarse y según nuestra apreciación debe proponerse una alternativa a la globalización actual, pero no es posible y ni siquiera pensable una alternativa a la globalización basada en el desarrollo endógeno.

Nada de lo que ha llevado a cabo este Gobierno es pensable sin la ligazón estructural de Venezuela a la cadena productiva mundial mediante el petróleo y sus derivados. Debemos optimizar el valor agregado de nuestros productos, la petroquímica y las industrias básicas; pero lo que carece de sentido es empezar desde cada rincón del país e ir expandiendo la organicidad. El potencial de cada rincón depende de su imbricación con las grandes ciudades e incluso con el mundo, no del ensamblaje del rincón con otras zonas adyacentes.

El autogobierno de los menos desarrollados no contribuye a su desarrollo. Éste sólo se alcanza por la presencia de las instituciones burocráticas nacionales, con ventaja comparativa sobre los centros desarrollados: por ejemplo, centros de salud y educación mejor dotados que los de las ciudades y profesionales mejor pagados y, al menos, tan bien cualificados como los mejores de la ciudad.

Partir de unidades endógenas con instituciones propias, hasta banco y moneda propios, es retroceder milenios. Es desconocer la división del trabajo que nos enlaza a todos y exige de altísimas especializaciones, que no posee un ciudadano medio de la periferia ni puede llegar a poseer.

El proyecto comunal es ruralizante. En una gran ciudad el lugar donde se reside no tiene relevancia. El ciudadano se caracteriza por su ubicuidad, por su fluencia. Va adonde puede satisfacer mejor sus posibilidades y sus deseos, donde puede realizarse como ser humano y contribuir a la sociedad según sus capacidades y su horizonte vital. Ligar a la gente a un territorio va en contra tanto de la dinámica mundial como, de manera muy específica, de la movilidad que nos ha caracterizado como país.

Pretensión de democracia directa

La apuesta por la democracia directa está en consonancia con la apuesta anterior: ella tiene sentido únicamente cuando no hay división de trabajo ni complejidad social, cuando las personas son homogéneas y se conocen de toda la vida. En todo otro caso no hay más camino que la democracia representativa con participación en los niveles primarios, pero sin que esa participación relegue a la representación.

En efecto, en el siglo XXI el componente técnico es elevadísimo y concomitantemente la necesidad de especialización, tanto de los individuos como de empresas. El valor insustituible del Estado desde lo municipal a lo nacional está ligado al establecimiento y mantenimiento de estándares de infraestructura y de servicios a la altura del tiempo. Esto es lo básico.

Lo que hoy está completamente descuidado, por lo que el país se está cayendo a pedazos. Lo político partidista se debería ligar únicamente a la capacidad de coordinar y maximizar a la burocracia técnica y a algunos énfasis propuestos, por ejemplo, estímulos directos e indirectos a las empresas (en el caso de una política desarrollista) o estímulo al empleo o énfasis en la capacitación popular con una discriminación positiva para acercarse a una efectiva igualdad de oportunidades (en una democracia de contenido social).

En este horizonte tan complejo no es posible que cada ciudadano pueda opinar sobre todos los temas, requisito imprescindible para una democracia directa. Bastante es que esté en capacidad para distinguir las consecuencias de los diversos proyectos para votar con conocimiento de causa a sus representantes y que pueda controlar de algún modo concreto la calidad de su realización, aquí, sí, participativamente.

Demagogia

Pero es que además la democracia directa sólo puede darse cuando haya una igualdad básica entre todos los ciudadanos. Si existe algún grupo de presión, por ejemplo, porque controla la maquinaria del Estado y por tanto la asignación de recursos, o incluso meramente porque están organizados y obran de consuno, en tanto los demás lo hacen aisladamente, la democracia se degrada a demagogia y sólo se da la imposición del grupo de presión. Es el problema de la democracia asamblearia: es casi imposible que sea auténtica democracia. Y la ley contempla únicamente (ya mencionamos la excepción de la elección de los jueces) este modo de votar para todas las elecciones y aprobaciones de gestiones.

Todavía se esfuma más la pretensión democrática porque la ley establece que la asamblea es válida cuando está representado 15% de los potenciales electores. Como las decisiones se toman por mayoría simple, 9% puede decidir legalmente, ya que no legítimamente por todos.

Como los elegibles tienen que tener ética y formación socialista, se excluye a la mayoría que no se siente identificada con esa ideología, con lo que la representación es muchísimo menor aún.

Como la mayoría de las elecciones son de tercer o cuarto grado y como además dependen de la aceptación del Poder Popular, que, a pesar de su nombre encubridor, no es el del pueblo sino el del Estado, no cabe más elección que entre los colaboradores del Estado, con lo que el carácter de sujeto del pueblo queda o negado, en la mayoría de los casos o en los identificados con el socialismo a la cubana que postula en gobierno, seriamente mediatizado y disminuido. En estas condiciones no se ve qué contenido analítico tiene la proclamada democracia.

Lo que sí resulta muy claro es el control absoluto del Estado sobre todo el proceso y la organización resultante.

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